Ya lo sé, ya lo sé... ustedes esperaban una entrada del venerable Abuelo Cocinillas, pero entre que el viejales se pasa la vida mirando por el microscopio, hasta olvidándose de comer, y que actualidad manda, me ha tocado a mí. Lo siento, amigos. Tendrán que soportarme unos minutos.
Mi mujer se ha marchado de casa, y no, ni se ha liado con ningún efebo (o efeba, ya que, por si no lo saben, otrora le daba a los dos bandos) ni es tampoco porque yo le haya decorado la cabeza. Tampoco me ha abandonado. Mi mujer es bella, sofisticada y diseñadora de modas de éxito. El otro día llegué a casa, agotado tras una larga jornada laboral, y me la encuentro ataviada con unos vaqueros zarrapastrosos, una sudadera gris como con lamparones y unas zapatillas raídas. Llevaba un petate.
-Menos mal que has llegado -me espetó -Me largo. Tendrás que ocuparte de la niña.
Tras unos minutos de perplejidad, logré articular, o, más bien, balbucear:
-Pero... Si esta vez no he hecho nada, Roberta.
-No seas capullín -contestó -Me voy al campamento de los indignados -Y me dio un beso largo de esos que da ella cuando me quiere convencer de algo, cosa inútil, por otro lado, puesto que me convencería igualmente, pero bueno... no pude evitar indignarme yo, de todas formas.
-¿Cuánto tiempo vas a estar fuera? -inquirí.
-El que haga falta -Y salió con su petate al hombro, toda llena de razón.
Supuse que sería un calentón de los suyos y que no aguantaría más de una noche, pero... ¡qué va! El tercer día, viendo que la cosa iba para largo, tuve ya que tirar de padres y suegros para ayudarme con mi hija. Ella siguió yendo a trabajar, venía a casa a ducharse y arreglarse a primera hora de la mañana, adoptando su sofisticado aspecto habitual. A la hora de comer volvía a disfrazarse de zarriosa y se marchaba al campamento.
La vi tan entusiasmada y monotemática, tan imbuida del espíritu de los indignados, que empecé a sentir el aguijonazo de los celos.
-¿Y dónde duermes? -preguntaba yo.
-En una tienda de campaña, claro -contestaba ella con fastidio.
-¿Sola?
-No seas imbécil, José Luis. Es un campamento protesta, no un hotel de cinco estrellas.
Asentí avergonzado. Pero respuesta tan contundente no hizo más que exacerbar mi desconfianza. Así que decidí pasarme por allí para ver por mí mismo si tenía motivos para no estar tranquilo. Allí se reúnen demasiados mozalbetes de buen ver bajo la capa de roña de sus atuendos hippies.
El primer día la excusa para presentarme allí fue llevar a Roberta unos bocadillos para la cena. Aparecí con el uniforme de picapleitos: traje y corbata. No me disgustó comprobar que había varios trajeados entre los indignados. Y algún abuelete. Encontré a mi mujer tocando la guitarra (ni siquiera tenía idea de que sabe hacerlo) y entonando una canción de Aute, mientras una panda de adolescentes la miraban embobados. Interrumpí tan memorable actuación para darle los bocatas, pero ella me dijo:
-Dáselos a Sergio, él se ocupa de la intendencia.
-Pero si son para ti.
-Nones. Aquí lo compartimos todo.
Y siguió tocando y cantando. Me fui para casa bastante preocupado, así que al día siguiente tuve la precaución de vestirme de sport y aparecer con una olla de lentejas estofadas. Afortunadamente, sé cocinar. Ni siquiera me acerqué a Roberta, fui directamente al tal Sergio (25 años, rasta, ojos azules, alto, peligrosísimo) y le hice entrega del condumio.
-Gracias, tío -me dio unas palmaditas en la espalda -Tu mujer está por allá, ayudando a hacer pancartas. Una gran tía Roberta, tienes mucha suerte.
El tercer día, de chándal, llevé una olla de macarrones a la boloñesa. Fue la propia Roberta la que me salió al encuentro.
-Oye, que me dijo Sergio que estuviste ayer, cómo no me avisaste, hombre... hace dos días que no coincidimos en casa.
Estaba tan guapa con el pelo trenzado y la camiseta manchada de pintura que no pude evitar cogerla por la cintura y susurrarle:
-No habrá por ahí alguna tienda de campaña vacía ¿no?
Ella se soltó muy enfadada:
-¿Pero qué te has creído? No se puede frivolizar con estos temas. Un poco de abstinencia no te vendrá mal -Y se alejó, visiblemente mosqueada. Más me mosqueé yo, que la conozco y sé que no aguanta más de dos días sin actualizar sus partes bajas.
Los días siguientes apenas me habló en casa, así que una tarde me personé en el campamento, la cogí por un brazo y la llevé a un rincón, casi contra su voluntad.
-Eh, suéltame -chilló.
-Roberta, sé razonable. Necesito hablar contigo. Esto es ridículo. Vuelve a casa, por favor.
Ella se calmó, encendió un cigarrillo y se quedó pensativa durante unos minutos.
-¿Sabes lo que más me jode de todo esto? -preguntó. Me encogí de hombros, a saber por dónde iba a salir -Que no me has preguntado por qué.
-¿Cómo?
-Te revienta que esté haciendo esto, pero no me has preguntado el motivo.
-Es que no lo entiendo. ¿Qué tienes que protestar tú? Todo te va bien en la vida, tu negocio va de fábula, puesto que se nutre de la gente que no sufre la crisis. Tienes todo lo que deseas. ¿Por qué deberías estar aquí pasando calamidades, protestando por algo que ni te va ni te viene?
Ella se encogió de hombros.
-¿Ves? Sabía que no lo entenderías. Es cierto que llevamos una vida burguesa. Bien: ¿porque nos va bien a nosotros no nos podemos solidarizar con la gente que lo está pasando mal?
No supe qué contestar.
-Hay algo que se llama solidaridad, Jose. Y ya no es sólo por eso. Tenemos una hija. Éste no es el mundo que quiero para ella. Precisamente somos nosotros los que podemos cambiar las cosas, no apoltronarnos en nuestro estatus burgués, mirando para otro lado y fingiendo que no pasa nada. ¿Comprendes? ¿O es que te crees que me apetece mucho dormir con siete personas más sobre un suelo duro?
Me sentí sumamente avergonzado. Mi mujer casi siempre tiene razón, sólo que no es sutil para exponer sus argumentos.
-Tengo que irme, hay que organizar cosas para mañana -Me besó apasionadamente y desapareció en un tenderete lleno de chicas jóvenes.
Bueno, y aquí estoy, haciendo mi petate y el de mi hija. Ella se va a dormir a casa de los abuelos, yo me uno a los indignados. Hemos quedado en turnarnos para estar en el campamento, así podremos estar más tiempo con la niña. Aquí estoy, a mis cincuenta, protestando por un futuro mejor. ¿Quién lo iba a pensar?
Foto por cortesía de periodicosespana.com
No hay más preguntas, señoría. No se puede explicar mejor.
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